Escritos 10 octubre, 2013

Suena seco

Suena seco.

Suena metálico y seco… y tiene un atractivo que roza la locura del ser humano. Apunta, contiene la respiración y aprieta el gatillo.

De nuevo ese ruido.

Sostiene el fusil contra su hombro sin dejar de apuntar a un nuevo objetivo mientras con la otra presiona para acoplar un nuevo cargador. Queda fijado sin dificultad mientras deja caer el vacío al asfalto de la carretera.

No suena, es un evento invisible y silenciado por un nuevo disparo… y otro más.

El enemigo que tiene ante si es inmortal, no es un fantasma o un espíritu al que se pueda combatir con magia, es su propia locura, su falta de crítica ante sí mismo y sus actos. Pero vuelve a disparar, vuelve a sentir como la culata del arma le empuja disparo tras disparo. Es una repulsión magnética que lo ensordece, como una canción incompleta a la que no consigue poner final, y arrebata con su mirada fija en la mirilla la vida a otro impostor.

El odio es una sensación que desgarra el alma y permanece en el inconsciente. Una sensación que te hace sangrar sin ser herido, que te envenena sin ser conspirado. Y él tenía odio, mucho odio.

Desea morir porque ya no tiene nada, ha perdido la fe en sí mismo y en el futuro y solo queda el odio… Aprieta los dientes aún absorto en el juego del arma ante la satisfacción de verlos caer uno tras otro con sus trajes de lino y sus corbatas rojas manchadas de sangre.

De nuevo ese ruido, como un chasquido que lo despierta durante un instante de la locura que acaba de comenzar… otro cargador.

La gente corre en todas direcciones sin saber bien que ocurre, solo oyen como las balas golpean y perforan todo en su camino, como gente a la que no conocen gritan y exhalan su último aliento aún sin comprender el triste final al que un desalmado les ha sentenciado.

Entra en el edificio para refugiarse de la policía que acaba de llegar a la calle y saca una pistola para ser más ágil a corta distancia ya dentro. Avanza sin dilación hacia las escaleras mientras remata sin compasión a unos cuantos heridos que habían conseguido entrar antes que él huyendo de su locura.

Primera planta, parece que sabe dónde va. El hall de ascensores solo queda a unos metros y se dispone a subir, pero antes activa la alarma de incendios para evitar el bloqueo del ascensor como medida de emergencia y lo toma. Vacío.

Siente como su mente le late y la tensión apenas lo deja respirar, es un momento de calma totalmente inesperado, pero ya no hay vuelta atrás, hacía tiempo que ya era demasiado tarde para cualquier cosa pero ahora no hay miedo. Solo los vivos pueden permitirse el lujo de sentir miedo, y él ya está irremediablemente muerto desde que saco el arma a las puertas de la sede del banco.

Los segundos parecen minutos, los minutos horas… las horas… apenas contaminará el mundo con su respiración unas horas más. Planta 32.

Supervisa que el fusil está totalmente cargado y le acopla un silenciador. Lo gira y deja que la rosca quede fijada a la boquilla. Cambia el cargador a la pistola y desliza el control de la empuñadura a semiautomática. Planta 36.

Se descuelga la mochila y saca lo que parece un activador y una granada de mano. Teclea 12 minutos y vuelve a colocársela. Quita la anilla a la granada y la deja dentro de la lámpara alógena del techo. Planta 43.

El ascensor se detiene y sale donde nadie lo espera salvo un grupo de personas que se afanan por huir del edificio alentados por la alarma antiincendios. Les muestra con gesto de autoridad una insignia de seguridad y les pide calma, que desalojen de forma ordenada mientras se aleja del hall y de ellos dejándolos merced de una trampa premeditada para bloquear el hueco de ascensores.

Sube por las escaleras dos plantas más hasta la sala de juntas e intenta entrar pero la puerta está cerrada. Pega la boquilla del silenciador a la cerradura y aprieta el gatillo. La bala sale y se destroza contra el mecanismo de apertura. Sigue cerrada.

Los segundos siguen pasando en el display de la bomba, iluminando de rojo el interior de la mochila, ajeno a todo. El tiempo corre y vuelve a disparar, golpea la puerta reiteradamente hasta que cede y una bala desde el interior le perfora el estómago.

Es curioso cuando la muerte te visita, no la oyes venir pero sabes que está muy cerca. Puede saborear el hierro de su sangre pero eso no lo detiene. Casi en un acto reflejo apunta al guardia de seguridad y libera sus pensamientos por la pared contigua. Esos hombres trajeados y desarmados que lo miran asustados desde sus asientos han matado más personas de las que él podría en su locura, levantan las manos en signo de rendición, de entrega… pero él es la muerte, y la muerte no hace esclavos. Solo los hombres los hacen y el ya no se tiene por eso.

Cuando un asesino sabe que va a morir hay algo en su mirada que lo delata, ese algo deja claro que no se puede negociar, que no habrá trato, que todo está decidido. Pero ellos le ofrecen dinero, impunidad… le ofrecen todo lo que un mortal pueda soñar, excepto devolverle su vida, su mujer, la fe.

Esa canción a la que no sabe poner final se acerca al atardecer de su vida, el momento de pausa en toda ópera siempre da paso a un redoble de cierre y sus instrumentos musicales tocan al compás de la venganza. Dispara contra ellos y cierra los ojos cual ángel de justicia sabiendo donde están sin necesidad de verlos, escuchándolos huir hacia ningún lugar. Los papeles de la mesa de juntas vuelan y la sangre salpica la delicada mesa de cristal tintado.

Dos minutos…

Todo está en silencio y cae de rodillas, el sabor a sangre se hace cada vez más intenso entre sus dientes y siente que le cuesta respirar. La granada que dejo en el ascensor ya ha explotado y a pesar de liquidar a todos los que ha podido considerándolos culpables, aún su alma no está tranquila… jamás lo estará, y es entonces cuando comprende que está loco.

Uno de esos viejos acorbatados se levanta a duras penas y lo mira, la luz de la ventana muestra su rostro amenazador y mira al asesino a los ojos, lo ve sonreír. “Estas acabado hijo de puta” le exclama, “tú y toda tu descendencia estáis acabados, ¿Qué se te ha pasado por tu enferma cabeza para hacer esto? No te imaginas quienes somos.”

Lo mira y le entrega la pistola mientras sonríe ante la satisfacción de ver el resultado de su macabra obra. El arma está limpia, negra como el carbón con un tacto engomado en la empuñadura. Lista para poner el final.

“Viejo, quítate la vida ahora que puedes y muere con honor si te queda algo de humanidad dentro de ti… pide perdón por tus actos ante tu Dios, por ser padre de este mundo enfermo lleno de avaricia, que a los hombres de bien nos ha robado las esperanzas, la fe y el amor de nuestras personas amadas. Muere satisfecho sabiendo que hemos aprendido la lección, el futuro solo se puede crear quemando el pasado”.

El viejo lo mira y toma el arma, la sopesa, está cargada.

Lo mira y lo encañona al pecho… “El pasado ya ha sido quemado maldito bastardo hijo de puta”.

Solo un demente podría suicidarse, un loco, un poseído del demonio. Le toma la mano y empuja la pistola contra sí. Tres segundos.

“Aún no viejo, aún no está quemado”.

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